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1983



Esa tarde regresábamos a la ciudad. Mi padre se incorporaba el lunes al trabajo. La copiosa lluvia de aquella mañana de agosto, la primera en todo aquel caluroso verano, me pilló de improviso en la calle del pueblo. Corrí asustada a refugiarme en casa. Entré gritando, alarmada por la cascada que se precipitaba calle abajo y que mis ojos de niña vieron conmocionados. Nunca hasta entonces había visto llover con tal intensidad salvo en algún periódico (y lógicamente la imagen quieta no impresiona de igual manera). Entré en la cocina y mi madre me mandó callar. Estaba escuchando las noticias de la radio que hablaban de las fuertes lluvias en el norte del país. Pronunciaron el nombre de mi ciudad y en mi corazón se hizo de noche y un nudo atenazó mi garganta y mi estómago.


Mi madre y mi padre hicieron caso omiso de mi petición de retrasar el regreso. Tampoco escucharon el temor que se traslucía en las palabras de mi tía Marciana, ni las de mi abuela. Y tal y como estaba previsto, nos pusimos en marcha mis padres, mi hermano y yo. Montamos en el Seat 124 (no recuerdo si para entonces ya tenía su color definitivo: una especie de verde pistacho imposible de encontrar hoy en día o mantenía su granate original). La lluvia fue un acompañante incómodo durante todo el trayecto.



En Sodupe nos tuvimos que detener… Desde el coche vimos asustados la fuerza con que el río marchaba hacia el mar, arrastrando en sus aguas toda suerte de objetos: árboles, ropas, coches, suciedad… Fueron imágenes dantescas e imborrables. Extraídas de la cruda realidad y no de la exuberante y prolífica imaginación de esa niña que era entonces. La carretera a escasos metros por delante, estaba cortada por grandes árboles que habían entregado su vida en manos de la lluvia traicionera. Esa misma que golpeaba con saña sobre el techo y las lunas del coche, para dejar bien claro que era la única dueña y señora de nuestras insignificantes vidas. Aguardamos durante horas a que se retirasen aquellos troncos y aquellos montones de tierra que se veían por todas partes, sin respeto a nada ni a nadie. Mi madre buscó alojamiento por esa noche en un improvisado albergue. La gente de aquel pequeño pueblo ofrecía sus casas y sus mantas a todas las familias que como la nuestra habían visto finalizar sus vacaciones de manera tan brusca. Yo me negué en banda a dormir entre extraños y alejada de mis padres. No quería separarme de ellos. Mientras tanto mi hermano, jugaba y se entretenía con los tebeos de Mortadelo y Filemón con los que aprendió a leer mucho antes de pisar la escuela de párvulos; a ratos volvía a la realidad y protestaba porque aún no habíamos llegado a casa y se aburría de estar en el coche metido.



No sé en qué momento nos pusimos en marcha de nuevo, pero pasé la noche en vela. A ratos fingía estar dormida para poder escuchar la conversación que tenían mis padres. No quería preocuparles aún más, pero el miedo fue mayor y mi corazón pedía con celeridad que les dijese “Os quiero mucho”. Sentía con una terrible y premonitoria certeza que estábamos viviendo un momento especial y que podía ser la última oportunidad de estar todos juntos. Nos cobijamos en el coche, pegados a la radio y al río. Cinco minutos antes de que el río se desbordase por el lado donde estábamos, mi padre movió el coche. Nos salvó la providencia o tal vez las plegarias de esa niña asustada que viajaba en aquel coche y que llevaba mi mismo nombre, mi misma cara y mis mismas manos. Desde lo alto, con los ojos entrecerrados, en parte por el sueño, en parte por el miedo, contemplé horrorizada como las aguas en su desaforada huida arrastraban consigo los coches y personas que habían estado compartiendo noche con nosotros, hacía unos minutos, en aquel improvisado aparcamiento. Temblé y lloré no sé en qué orden, ni por cuánto tiempo. Aún hoy lo hago cada vez que rememoro aquel día. Tuve pesadillas durante años, sintiéndome culpable por todo y sin tener culpa de nada.



Me sorprende y horroriza descubrir que a pesar del tiempo transcurrido, hay escenas de esa tarde noche que no logro borrar de mi memoria. Se quedaron trazadas con fuego y parece que en este caso el agua torrencial sólo consigue avivarlas y no extinguirlas.

Comentarios

  1. Esta historia es verídica al 100% con alguna licencia literaria por supuesto, pero en esencia real. Llevo un par de noches sin pegar ojo, como aquellos primeros meses desde aquello, rememorando aquella horrible lluvia que lo empapaba todo. No podía permanecer en silencio por más tiempo y necesitaba contarlo. Ha sido una pequeña liberación.

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  2. Y esos momentos quedan grabados como el relieve tallado en la piedra,para siempre en las paredes de la memoria.
    Llego a percibir lo que,lo cuentas realmente bien,pudiste sentir en tal situaciòn. El cielo fue tornádose del gris normal de nublado a un naranja de bolsa a punto de estallar y estalló llevándose todo por delante. Málaga sufrió el ataque del mar,del cielo y del río y no éramos capaz de decir una palabra en el coche,aunque las miradas ya hablaban deseando en silencio que aquello pasara. Me ha estremecido como narrabas ese momento en que eras testigo de como la corriente se llevaba otras personas,y efectivamente no teníais culpa de nada.
    Hay veces en que te aferras a algo y luego sucede y por qué no pensar que ello pudo ser la causa? Hadas,plegarias,duendes,fe,el caso es que a aquella niña nadie le quitará la posibilidad de que fuese gracias a ella.
    Un abrazo y gracias por compartirlo!

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  3. Yo tuve la suerte de aún estar en Cuevas cuando las inundaciones, pero mi padre estaba en Bilbao.
    Como eramos pequeños no nos querría asustar. Pero recuerdo que viendo las noticias con mis abuelos sólo pude decir: "mi Bilbao", con cierta tristeza, se veía todo tan destrozado...

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