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LA EXTRAÑA MARIQUITA (título provisional)


Esta vez me he tomado la libertad de modificar un poco la frase de partida que nos dispensa en esta ocasión Samu. Soy consciente de que publico tarde y de que dejo la historia a medias. Está ya acabada de verdad, pero es que no he tenido tiempo aún para pasarla entera al blog. Frase de El Cuentacuentos: “A cada año que pasaba la cantidad de facturas que debía pagar aumentaba de forma directamente proporcional a la velocidad a la que caían sus cabellos”

“A cada año que pasaba la cantidad de facturas que debía pagar aumentaba de forma directamente proporcional a la velocidad a la que caían sus cabellos". Y eso no favorecía su sentido del humor en absoluto. Durante el día se pasaba horas y horas mesándose los cabellos con auténtica preocupación por el estado de sus finanzas. A veces sus ojillos de rata miraban nerviosos a cualquier rincón a la espera de que algún duende se apiadase de él y saldase sus deudas; pero por desgracia eso sólo sucedía en los cuentos y sólo si el deudor era un zapatero, y no se cumplían ninguna de las dos premisas. 

Su histeria llegaba a tal punto por momentos, que las palomas del parque volaban en desbandada en cuanto le veían aparecer por el extremo opuesto de la arboleda o del jardín, independientemente de la distancia a la que se encontrara de ellas. Lo mismo sucedía a los perros, que lejos de mostrar su cara más fiera como hacían con otros, huían con el rabo entre las piernas en cuanto sentían su presencia. 

Su mal humor afectaba a todo y a todos: sus acreedores, por no soportar aquellas incómodas y virulentas discusiones, le concedían más margen que a otros morosos. Pero eso no suavizó su carácter. 

Finalmente pagó todas sus deudas. Sin embargo, el gesto adusto de su cara y sus ademanes fríos, secos y rudos no se fueron con ellas. Pronto se convirtió en un ser solitario al que todo el mundo esquivaba o cedía paso, pero no por respeto sino por miedo. Paulatinamente la soledad se convirtió en su mayor aliada, y el pueblo entero se acostumbró a ignorarle. Hasta que un buen día aquel hombrecillo irascible y nervioso, calvo y con una poblada barba en tonos blancos y grises (lo único amable de aquel infeliz), simplemente desapareció. Se esfumó como los magos, pero sin humo. Cinco segundos antes estaba pisando esa baldosa rota, bajo la que se oculta el agua de lluvia y mancha los pantalones, y transcurridos esos breves instantes el malhumorado hombrecillo ya no estaba. Algunos ojos curiosos y un poco reticentes a hacerle vacío como lo hacían los demás, le buscaron en balde durante semanas y meses. Sus esfuerzos tan sólo sirvieron para arreglar las calles y poco a poco todos los habitantes olvidaron aquel extraño incidente y sobre todo a su protagonista. Ni tan siquiera los ancianos lo mencionaban en sus charlas o anécdotas. Es como si nunca hubiera existido. Nadie recordaba su nombre o su edad, ni porqué nadie le apreciaba… 

Tan sólo una niña supo de él, aunque lo conoció bajo otro aspecto, y su encuentro casual fue para ella como un hermoso regalo de cumpleaños (con tres meses y dieciséis días de antelación). Él muchos minutos después de su desaparición, estuvo allí presente: posado sobre la baldosa y mirando sorprendido a su alrededor sin comprender qué le estaba sucediendo y porqué de repente todo era tan grande y él tan insignificante. Gritó desesperado a pleno pulmón el peor de sus insultos, para poder captar la atención de aquellos ineptos, pero como siempre le volvieron a ignorar. Gritó una y mil veces hasta que la ira le venció y se tendió en el suelo apretando los ojos con fuerza, aguardando a que todo volviera a la normalidad o a que los duendes que por fin habían aparecido, - “Esto no puede ser obra de nadie más”, pensaba para sí. “¡Venga, bromistas”-les decía-“No es justo que después de tantos años, juguéis conmigo de esta manera”, fueran benévolos con él y le devolvieran a su estado natural. Tardó muchos minutos en comprender que aquello no iba a cambiar y que desde ese momento su vida había dado un giro radical. Ante los miles de dudas que se planteaban en el horizonte de su existencia en ese momento, lo único que se le ocurrió fue subirse a una farola o a algún lugar un poco elevado desde el cual orientarse y regresar a su casa. Antes de eso, comprobó que la llave estaba aún en su bolsillo. Con tan mala suerte que ésta resbaló de su mano y al hacerlo le quintuplicó a él en tamaño. Trató de cogerla y arrastrarla, pero pesaba demasiado para alguien de su estatura y ni tan siquiera con dos hombres más como él podrían moverla; en varios intentos a punto había estado de morir aplastado por ella. Furioso y desolado rompió a llorar.
 
Su llanto coincidió con las miradas de algunos curiosos que no daban crédito a lo sucedido y que miraban perplejos la insólita desaparición del desagradable hombrecillo. Éste aún más aturdido y preocupado por los torpes gestos de aquellas personas que no le veían y que para él eran enormes gigantes, tan grandes como un elefante para una hormiga, echó a correr sin rumbo hasta que unas hojas verdes y espigadas le detuvieron. Allí en el jardín una niña de ojos alegres y muy despierta, jugaba con flores y mariquitas y confundió al hombrecillo con una de ellas. La tomó eso sí, por una mariquita vieja o enferma, puesto que sus tonos no eran tan intensos como las de las demás. Por eso la llevó a casa. Se prometió a sí misma que cuidaría de ella y que la daría de comer hasta que se curase. La guardó en un enorme tarro de cristal cuya tapa de hojalata estaba agujereada para dejar huecos a modo de respiradero; por nada del mundo querría que sus bichillos se ahogasen.
(Continuará…)

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