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EL LADRÓN QUE QUERÍA APRENDER A LEER (3ª parte)

Por mandato del conde la entrada a la muralla exterior permanecería cerrada incluso durante el día, con un hombre apostado sobre cada uno de los dos minaretes que enfocaban al sureste, a fin de vigilar desde lo alto la llegada de extraños, para determinar si habría de bajarse o no el puente con que sortear el foso, y metros por debajo de ellos, junto al mecanismo de apertura del enorme portón, habría otros dos hombres, además del mecánico; otro tanto sucedería en las otras once torres que conformaban el recinto exterior: un centinela, en cada alminar, debidamente pertrechado con adarga y lanza; la poterna orientada hacia el norte, estaría a su vez vigilada por dos hombres en la parte baja. Tal decreto no respondía únicamente a exigencias caprichosas de su tío, sino a que se oían rumores de una nueva guerra entre Francia e Inglaterra por motivos dinásticos y quería que sus hombres estuvieran ejercitados en caso de confrontación.

Philip y Henry, no tardaron mucho en regresar. Desde las primeras viviendas hechas con muros cubiertos de barro y tejados de paja, alguno lugareños les saludaban con cierto respeto y otros simplemente seguían en sus quehaceres. De alguna de las cabañas, niños y niñas salían a su encuentro y correteaban a su alrededor interrogándoles sobre el porqué de aquella batida y si habían conseguido ver a los ladrones —para entonces el rumor había corrido ya de boca en boca, y la osadía de William se había convertido en un asalto al castillo por parte de unos bandidos que habían intentado incluso secuestrar al pariente del mismísimo conde—. Las hilarantes suposiciones de aquellos chiquillos, sosegaron al atribulado Philip que desde hacía días no conciliaba el sueño, temiendo que alguien descubriera las turbadoras inclinaciones de su esposa Claire.

Hacia el sur, desde alguna de las colinas que ambos hombres tenían que atravesar en su recorrido, se veían las cabañas de más reciente construcción: más espaciosas que las anteriores, con paneles de madera conformando las paredes y tejados elaborados con cortezas de abedul.

(***)

Ülter, el viejo de largas y desgreñadas barbas que solía pasear a menudo por los corredores del castillo con el mismo deambular silencioso que un fantasma, hacía varios soles que no salía de su querido estudio en la torre este de la ciudadela. Por eso fue el único que no supo del inusitado ajetreo que un inocente pillastre del tres al cuarto había provocado en el patio interior, en la muralla principal y en las zonas aledañas a la fortaleza. Nadie salvo el conde le echó de menos durante esa ausencia: por todos era sabida su afición a la alquimia y desde luego estando en el castillo como invitado especial el tío de aquél, no se hacía aconsejable su presencia mientras esté decidiera quedarse antes de emprender de nuevo la marcha hacia la abadía de Ripoll, destino final de su viaje. Dadas las naturales discrepancias de ambos en torno a temas morales y sobre todo por la singular afición a la química y otros saberes, por parte de Ülter.

El anciano, fiel consejero del conde y amigo de éste desde hacía años, sin duda habría sabido detener el asunto y refrenar con dóciles maneras y lisonjeros subterfugios al detestable monje, haciendo que se aviniese a razones y no creara un escándalo de tal magnitud, por un simple puñado de pan; pero su mente estaba demasiado ocupada en otras tareas más intelectuales y presentía que estaba a punto de dar con un hallazgo importante, lo cual encendía su ánimo, un tanto decaído desde la última luna llena. El ascenso hasta su estudio, que a ojos de los demás requería un enorme esfuerzo para alguien de su edad y que nunca había resultado laboriosa, en esa ocasión se había convertido en una tarea titánica; pero en cuanto abrió la portezuela los males que previamente le habían aquejado, desaparecieron como por ensalmo. Supo entonces que algo grande iba a suceder.

Todo a su alrededor estaba cubierto de espesas capas de polvo; en las baldas se hacinaban cientos de recipientes de todos los tamaños; junto a la única ventana del lugar, un pequeño atilugio, inventado por él mismo que aún tenía que perfeccionar y que se basaba en las lentes de aumento, animaba las tediosas noches de espera o de insomnio, permitiéndole acercarse a los misterios del cielo; en el suelo, algunos mapas de constelaciones con extraños símbolos, mostraban la distribución de las estrellas en el firmamento. El anciano conocía todas y cada una de ellas y esperaba algún día descubrir una nueva y ponerla su nombre. En la parte central de la estrecha estancia, había una voluminosa mesa rectangular y sobre ella, en un rincón, varios manuscritos y libros apilados, los había de matemáticas, astronomía y astrología, incluso alguno de poesía o medicina (por supuesto la inmensa mayoría en latín, salvo los de medicina que estaban transcritos en árabe); había también, ya en el centro del mueble, un alambique colocado sobre un soporte metálico y bajo éste una pequeña candela que calentaba el destilador. Éste por efecto de la vaporización desprendía un irritante olor y humeaba provocando incómodas lágrimas en los ojos del anciano.

Su grado de concentración era tal cuando se encomendaba a alguno de sus experimentos, que se pasaba las horas muertas en una misma postura, sin apenas pestañear. El único ruido que se oía era el de los líquidos de los recipientes puestos al fuego cuando rompían a hervir; y su acostumbrada murmuración entre dientes, en la que repetía sus propios pensamientos o los pasos que tantas veces había leído y releído para llevar a cabo el proceso. Así es que por eso no notó el repentino cambio que estaba teniendo lugar a plena luz del día.


(Continuará…)

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Comentarios

  1. AHHHHHHHH me dejas con la intrigado una semana más

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  2. Diego: Siento decirte que ésta va a ser una novela (ji,ji). ¡Ármate de paciencia, pues! Gracias por tus comentarios.

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