En el templo, de la pared agrietada, la luz brotaba cada vez con mayor intensidad. Al otro lado se adivinaban sombras y voces incomprensibles, pero nadie se atrevía a observar por demasiado tiempo. Además estaban dos guardias para impedirlo. En el interior del gran templo, a pasos de distancia de aquello, entre pasillos, jeroglíficos y columnas, albañiles y los porteadores de agua, acarreaban sin descanso víveres y rocas para evitar el restallar del látigo sobre sus castigadas espaldas y por supuesto por el ancestral temor a los dioses, inculcado desde pequeños. Ante todo debían tenerlos contentos. Trabajaban con ese miedo insuflado en sus venas, intentando cumplir el sueño de construir a Ra el templo más grande posible, utilizando como base los cimientos del que ya existía. En el tumulto de razas, clases y gentes de todas las nacionalidades que se agolpaban en las escalinatas de la entrada o a la sombra del recinto, se podían escuchar palabras en asirio, arameo, griego, egipcio o feni...