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Ciudad en sombras (2ª parte)

Siempre había querido un hermano gemelo, pero no estaba preparado para luchar contra la maldad personificada. No recordaba su infancia con la sonrisa de quien fue feliz. Pasó sus primeros años lidiando por tener una identidad perfectamente definida y opuesta a la de su hermano gemelo; no tanto por rebeldía o afán de destacar sobre él, sino por la imperiosa necesidad de que nadie cometiera el error de dar por hecho que eran réplicas exactas el uno del otro. Siendo francos él era el más tímido y vergonzoso de los dos hermanos, por tanto, nunca lo hizo por protagonismo.


No le agradaba cruzarse en la calle con parejas gemelares vestidas de forma idéntica como si se tratasen de una misma persona desplegada en su sombra; no le gustaba de niño y no le gusta tampoco ahora. Pero él no es mala persona: es simplemente sensato y prudente, incluso generoso, para nada egoísta o impulsivo, ni mucho menos dominante, se limita a reclamar su individualidad como persona siempre desde el respeto; mientras que su hermano, en cambio, siempre dio muestras de una desmesurada crueldad que nadie pudo doblegar: caprichoso y combativo, constituía la clase de líder que sabedor de su atractivo y carisma saca partido de sus virtudes y se vale de ello independientemente del precio que hayan de pagar los demás por saciar sus deseos. De niños, más tarde de adolescentes y ahora de adultos… siempre ha sido Arán quien ha asumido voluntariamente el papel de niño bueno y ha sacado a su gemelo Obed de más de un problema.


Lo hizo desde el principio, al fin y al cabo les unían no sólo la edad o la sangre sino el aspecto. Idénticos, como dos gotas de agua desde el exterior, de no ser por la insistencia en que no se les vistiese igual ni sus propios padres les hubiesen reconocido, si hubieran sobrevivido al desgraciado incidente que se cobró las vidas de ambos adultos aquella tarde de mayo.


Arán conserva con inusitado detalle los pormenores de cada minuto y cada hora precedentes a aquel desenlace, e invariablemente llega a la misma conclusión: su hermano provocó de algún modo el suceso. Sospecha también de la culpabilidad de su mellizo en otros acontecimientos desafortunados sucedidos en sus vidas, pero por miedo o vergüenza los calla. Desde entonces, se centró en mantenerse lo más alejado posible de él, buscando incluso amistades distintas y declarándose partidario de estudiar en aulas diferentes. Con el tiempo, ese círculo en que se desenvolvían llegó a ser tan dispar que nada les quedaba ya en común salvo su aspecto... Obed el malo y Arán el bueno, ambos asumieron su respectivo rol sin que nadie interfiriera en ello.  Sin embargo el vínculo que los une va más allá de la razón y por ello Arán no ha podido negarse a la llamada de auxilio de su hermano, así es como ve él esa nota, aunque en realidad encierra tan sólo un lugar, una fecha y una hora, con la firma de su hermano al pie de la hoja. Son muchos los años en que no han sabido el uno del otro, pero no puede vivir eternamente rodeado de fantasmas ni de miedos y en el fondo aspira a estar equivocado, o a que por defecto de labios de su hermano salga un sincero arrepentimiento. No puede creer que ese niño con el que compartió espacio en el vientre materno, albergue tanto odio y maldad en su interior. A menudo al mirarse en el espejo, se ha parado a analizar su propio semblante y ahondando en su mente ha pretendido dilucidar los impulsos que provocaban en su hermano tal comportamiento. No ha resultado fácil comprender que no hay una explicación para ello, y por lo mismo un miedo cerval ha convivido con él a lo largo de los años. Teme que su empecinamiento en ser bueno al mismo nivel que su hermano malvado flaquee en algún momento, y aunque ansía un acercamiento con su mellizo este encuentro le asusta también. Sea como sea, no puede fingir que no ha recibido esa carta. Arán es incapaz de mentir, no tanto por imperativo moral propio, sino porque tal y como le sucedía de pequeño y le sigue pasando, su rostro le delata en cuanto miente. Sabe qué es lo correcto y acudirá al lugar propuesto. Siente que se lo debe a su hermano.

(***)


El Arán adulto desconocía por completo esta parte de la pequeña urbe en que creció de niño junto a su hermano. Lleva muchos años ausente y ahora todo le parece muy cambiado. Mira entre embelesado y perplejo a su alrededor a cada paso. Siempre ha sido partidario de caminar por las calles, si dispone de minutos suficientes, antes de acudir a una cita, como lo hace ahora. Eso le permite contactar con la realidad y alejarse un poco del ambiente artificial, hermético y de erudición en que desarrolla su vida laboral a diario.


Relee la escueta nota que lleva consigo en el bolsillo derecho de su pantalón, mientras revisa las numeraciones de los portales. Retrocede por un par de veces sobre sus pasos, creyendo haberse equivocado de dirección; pero no, el papel lo dice bien claro. Finalmente y de casualidad entrevé un recodo entre dos edificios, que antes le ha pasado desapercibido. Un símbolo similar a una flecha, en la pared que queda escondida a la derecha en la oscuridad del angosto callejón, le revela que está en el buen camino: de muy niños acostumbraban a jugar a seguir pistas en busca de un tesoro y Obed siempre fue ingenioso para crear atmósferas y ambientes misteriosos con los elementos del entorno sin alterar demasiado la realidad. Se siente extrañamente inquieto, reviviendo tal vez la familiar sensación de desafío de entonces. Conoce bien a Obed y sabe que para él los juegos son tan serios como el más importante de los proyectos de ley para un gobierno. Tras tantos años de entrenamiento pone todos sus sentidos alerta y de inmediato una punzada de culpabilidad le increpa. Quiere confiar en Obed pero son muchos los recuerdos que se lo impiden y de forma inevitable se desata la lucha interna contra la que lleva peleando toda su vida.

Fuere como fuere, la curiosidad es tan fuerte que aplaca sus propios miedos y sigue adelante. Mira, no sin cierta aprensión, a uno y otro lado del inhóspito callejón sin salida,  que parece más oscuro cuanto más se adentra en él. Tropieza con lo que parece una papelera desencajada de su soporte y el ruido sobresalta a un pequeño gato callejero. Su corazón se desboca y a duras penas reprime un quejido de espanto, para disimular su inquietud maldice en voz alta por su tropiezo. En su gesto de enfado alza la cabeza y entonces lo ve. A pocos metros a la izquierda, una pequeña bombilla con el casquillo al descubierto indica el número que porfiaba encontrar desde hace tantos minutos ya. Ése es el portal 66. No precisa llamar a ningún timbre, según puede comprobar, pues no existe botón alguno, ni aldaba y la puerta verde de madera está entreabierta,; sobre ella se puede leer nítidamente un grafiti “Apocalipsis”. A modo de recibimiento, cuando por fin se envalentona y decide acceder al interior del portal, un nuevo gato muy similar al de hace unos instantes malla y sale despavorido hacia el callejón, quizá para reunirse con el que bien podría ser su gemelo. 

La escalera de caracol ya obsoleta, parece sacada de una película de terror y no puede evitar sonreírse: “Obed no podría haber encontrado un sitio más acorde a sus gustos”, piensa para sí. Prescinde del ascensor de jaula y toma la escalera. Cada crujido lejos de acercarle más a su destino, amenaza con derribar violentamente ese enorme esqueleto de madera que se retuerce hasta altura insospechada. Prefiere no mirar abajo y sigue subiendo. Se detiene en el cuarto piso y se apoya contra la pared, aún quedan  dos tramos más y tiene que coger fuerzas para no arrepentirse y salir de allí de inmediato. Entonces cae en la cuenta: se trata de un edificio abandonado; desde que ha franqueado la puerta principal del inmueble los únicos sonidos han sido el de sus pisadas y su respiración. ¿Por qué habrá elegido su hermano ese sitio tan singular?


Un golpe en uno de las plantas superiores le saca de su momentáneo letargo y reanuda su ascenso. Quiere llegar cuanto antes, piensa en cómo abordar una conversación con su hermano tras tantos años sin saber el uno del otro. Comprende que lo mejor será alguna broma inicial con la que romper el hielo, luego ya tendrán tiempo de hablar de temas más serios. Desafía su incertidumbre y sigue subiendo. En la sexta planta se dirige sin dudarlo a la puerta que queda a su izquierda. También ésta se encuentra entreabierta y en el pomo un liguero de mujer corrobora que ése es el punto de encuentro. Su corazón late nervioso por el reencuentro. Al atravesar el umbral no le gusta lo que descubre, de una telaraña enorme pende un crucifijo invertido y un olor a velas recorre toda la estancia enrareciendo el aire, pero no hay luz alguna, salvo los vagos rayos de sol que se atreven a traspasar los ventanales y persianas de estilo señorial. Recorre con una mirada de lado a lado lo que parece la única estancia del piso, pero por lo poco que adivina en la penumbra, allí no hay rastro de su hermano; está solo, de momento. No se atreve a pasearse por allí, por temor a caerse. Palpa con asco las paredes en busca de un interruptor, pero cuando por fin lo encuentra éste no parece funcionar. Vuelve a dudar de las señas leídas en la hoja, pero en el fondo es consciente de que todo esto forma parte de la puesta en escena de su hermano. Para templar los nervios y ahuyentar los reproches que saldrán irremediablemente en cuanto vea a Obed, opta por revisar a fondo las paredes y los muebles. Le choca comprobar tal ostentación en un lugar tan abandonado como ése. Un caro capricho de su hermano que por otro lado le indica que éste no pasa penurias económicas. Un alivio, por tanto. No pasa por alto tampoco, los simbolismos en paredes, muebles, techos o alfombras. Rara mezcla que le desasosiega. La encuentra más apropiada de un demente. Una sombra de preocupación nace de su interior: ¿estará realmente bien su hermano?


Un leve ruido, como de telas rozándose al fondo de la estancia, le perturba y se gira. De improviso descubre una claridad que hasta entonces le había sido ajena. Desde el ángulo de la puerta permanecía oculta por una columna. Ésta esconde tras de sí, lo que parece un pesado escritorio de roble y en el suelo a escasos pasos hay un círculo formado por velas. Una vez más se sobrepone y se encamina hacia allí. Sabe que una vez llegados a este punto no hay forma de huir. El juego está muy avanzado y sólo acabará cuando Obed así lo decida. Se siente como el naufrago que cree haber avistado tierra y llega a un islote de escasos kilómetros para su entero disfrute que igualmente podría constituir su propia tumba.


Un escalofrío le recorre el cuerpo en cuanto descubre la figura tendida en medio del círculo de velas en que está inscrita esa poco halagüeña estrella de cinco puntas. No estaba preparado anímicamente para encontrarse con esto. Cae de rodillas abatido por el dolor, y coge entre sus brazos lo que parece el cuerpo sin aliento de su hermano. Viste con una toga blanca como las vírgenes en los sacrificios. La sangre está reciente aún y con ella se le escapa la vida a Obed. Tiembla ostentosamente de impotencia e incomprensión ante lo que debería ser una charla apacible entre dos viejos amigos. De manera inesperada su débil hermano se revuelve con violencia y se zafa del abrazo, con una rapidez increíble saca de una de las enormes mangas lo que parece un bello puñal. Con él infringe un corte limpio en el antebrazo derecho de Arán que no consigue comprender qué está sucediendo. Para que no haya lugar a equívocos, Obed se ríe a carcajadas. Disfruta del miedo que percibe en los ojos de su hermano. Se siente invencible y se lo dice: “Siempre fuiste débil y eso nos convertía a ambos en enemigos. Te toleré demasiado sólo por lástima, pero no puedo permitir que esto siga”. Mientras pronuncia esas palabras, la roja sangre escurre por el brazo derecho de Arán y se descuelga hasta el suelo por el codo o alguno de los dedos. Allí se junta con la sangre derramada por varios animales que yacen muertos.


Arán quiere protestar, insultarle, decirle que se deje de bromas y que el juego ha pasado de ser divertido a ser peligroso; pero en su lugar son las lágrimas de la traición descubierta las que se suman a las palabras interrumpidas en su garganta. Allí, en medio de la oscuridad una luz en su mente le hace entender que todo ha sido una estrategia para atraerle, que él va a ser la próxima víctima de su hermano. En un instante rememora los álbumes de fotos de cuando eran niños y siente que la congoja oprime su pecho. Ya no habrá nuevas fotografías que los completen, como él soñaba hacía unas horas. Se lamenta y la boca le arde. Sabe que ha de luchar por su propia vida y teme cualquiera de los dos resultados posibles…


Inesperadamente, al menos para él, de detrás de uno de los espesos cortinajes oscuros de su derecha, una mano huesuda y de uñas terroríficamente largas y retorcidas le tiende un puñal de plata antiguo. En otras circunstancias hubiera dedicado al filo y a la empuñadura, cuando menos varios minutos de honda investigación, pero la situación apremia. Su hermano, ya en pie, parece algo más corpulento de lo que parecía minutos antes. Se le ve muy seguro de sí mismo, tan arrogante como lo fue siempre y sin ápice de arrepentimiento en su alma corrompida. Se niega a creer lo que ve ante sí, y demora el enfrentamiento, mientras su hermano le lanza una y otra vez fintas a cualquier parte del cuerpo que esquiva siempre por los pelos. “Ataca o te mataré”, parece decirle. En cualquier caso la lucha es imparable. Arán desafiando el oleaje de sus contradictorios sentimientos y tratando de borrar a la velocidad del rayo el pasado que les une, salta, esquiva, se agacha, avanza o retrocede, y de vez en cuando además ruge decepcionado. “Quizá su rival acabe cansándose de tanto movimiento y se desplome exhausto en el suelo”, desea esperanzado. Él, al menos, no podría matarle; no siendo su propio hermano, ni siquiera sabiendo que fue el autor de los disparos que llevaron a su aya a la cárcel, ni sabiendo que los frenos del coche en que viajaban sus padres el fin de semana fallaron por algo aquel 25 de mayo.


Obed está complacido. Es consciente del bloqueo mental y del dilema interno que sufre su hermano: “Siempre fuiste el más débil… un cobarde del que todos se burlaban. Por eso nadie nos quiso jamás”, grita eufórico, “Un estúpido iluso que siempre creyó en la bondad de la gente”, continúa mientras le infringe un nuevo corte más profundo que el primero, esta vez en el costado izquierdo justo bajo el pulmón.


Poco a poco Arán va asimilando que no están solos y que los testigos que acechan desde las sombras están a favor de su mellizo y no de él. Le cuesta respirar, aunque confía en no tener el pulmón perforado. Por un momento piensa en rendirse, pero el aullido de una enorme bestia negra que apenas se adivina, bajo la arcada que forman un par de columnas a la izquierda, le hace cambiar de idea: nada ni nadie de los que están en esa sala han llegado a ella por casualidad; incluso el perro que babea, ante el olor a sangre, y se esfuerza por soltarse de la correa de su cuidador, esperando su momento de atacar al vencido, está allí por algo. Todos tienen su papel en ese tétrico teatro, si él muere la sangría no acabará ahí: el perro dará cuenta de su cuerpo hasta arrancarle la última tira de piel, dejando los huesos al descubierto.


Finalmente, muy a su pesar, Arán accede a seguir con aquello, en una huida hacia delante. Se revuelve y asesta colérico, con más o menos tino,  uno y otro embate hacia su hermano; pero no puede ignorar el dolor en su flanco. La lucha es tremendamente reñida durante varios minutos que resultan interminables, hasta que Obed al retroceder pisa la cabeza de uno de los carneros degollados y cae al suelo justo en el centro del improvisado círculo previsto para el sacrificio, golpeándose la cabeza. De ella empieza a manar más y más sangre que se mezcla en un lago rojo formado por la sangre de varios afluentes sanguinolentos. Ni aun así, tendido en el suelo y con una herida mortal en su cráneo, es capaz de refrenar su lengua mordaz e insulta entre espasmos a Arán. Éste, ciego de ira, acaba cumpliendo el deseo inicial de su hermano, (aquel por el que en realidad ha sido arrastrado involuntariamente hasta ese rincón de la ciudad), y le asesta rabioso una herida justo en medio del pecho. Al contemplar el resultado de su desesperado ataque, Arán busca en su interior el sentimiento de culpa pero no lo descubre, eso le desconcierta. De inmediato el corazón de Obed se debilita y unos segundos después deja de latir. Como regalo póstumo Obed sonríe a su asesino, pues se ha cumplido su voluntad: ¡Por fin se cierra el círculo del sacrificio! Un inocente ha matado con sus manos y de forma voluntaria, un alma corrupta. El mal llama al Mal… bajo ellos, los azulejos de mármol negros que cubren el suelo de esa parte de la estancia, comienzan a agrietarse y el mismísimo infierno se abre ante la mirada estupefacta de Arán. A pesar del esfuerzo y de lo que presiente que se avecina, se siente extrañamente feliz y vigoroso, se diría que más joven… 

Aunque están a su espalda, sabe que el resto de los testigos, también sienten asombro como él. El averno se abre paso entre las tinieblas del piso y los acoge en su seno como almas recién llegadas a las que debe amamantar. Gracias a ellos, gracias a él… a Arán… la ciudad no volverá a ser la misma. Desde allí el dios de los infiernos, el único y más poderoso de todos los señores dominará la faz de la Tierra y construirá su reino del miedo y el caos; de la oscuridad y la desesperanza. Paradójicamente, al nuevo Arán no le apena, ni le importa.

(continuará… probablemente)

Comentarios

  1. Ya digo que no es lo que tenía escrito en su día y esto se alarga más de lo que quisiera; pero es que este final resutaría demasiado abierto si decidiera interrumpirlo así.

    En fin... espero no hartaros.

    Un besazo.

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  2. Harto tenía que estar Aran de Obed para dar rienda suelta a su ira. Pero ¿hartos nosotros de leerte? Me da a mi que no :)

    La historia genera esos segundos de espera a quienes vemos antes de iniciar la lectura, la extensión de la misma :), pero una vez comienza esos parámetros desaparecen y de repente me veo inmerso dentro de la historia, subiendo esos peldaños, sintiendo la noche sobre mi hombro, deseando que coja aquel puñal, y llega el final y tienes razón, haces bien en no terminar el relato aquí, creo que Aran ha sufrido un cambio importante, y queda saber en que sentido ha sido.

    Un abrazo!

    *Enhorabuena por el Bilbao Basket! :)

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  3. ¡Puf, Carlos, lo tuyo sí que tiene mérito! Si incluso a mí me cuesta enfrentarme a tantas líneas, y eso que son propias. En fin... infinitamente agradecida porque hayas leído esta larguísima parte de la historia. Espero de corazón poder terminarla ya y que no decepcione.

    Besotes.

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