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El Risco del Diablo (2ª parte)


Propuesta para El Cuentacuentos: tomar como referencia la frase 19 de la página que coincida con vuestra edad, del libro que tengáis más a mano o que estéis leyendo actualmente. Mi libro es: “Donde los árboles cantan”, de Laura Gallego y la frase no la he puesto al comienzo y he cambiado la palabra primavera por verano, pero la he resaltado en el texto. Me convenían tales modificaciones para poder continuar este relato que empecé allá por enero, a raíz de una frase cuentil de Niobiña. Espero que os agrade la historia de Kabdat y su pequeño grupo. Os dejo, por supuesto, el enlace con la primera parte de este relato fantástico.

Así pues, se vieron obligados a huir, como vulgares rateros. Aquellos muros nunca habían constituido un verdadero hogar ni para Kabdat, capitán de la guardia real, ni para Horb; pero aunque nadie se preocupara por la repentina desaparición de uno de los mozos de cuadras, bien distinta sería la reacción al enterarse de la ausencia del capitán y de la de uno de sus mejores soldados.

A buen seguro, Wrigley, mandaría a sus perros y pájaros en busca de ellos. Las alternativas eran bien claras y entre ellas el norte era la mejor opción.
Desde las aldeas más septentrionales habían ido llegando rumores sobre la reagrupación de los bárbaros en esas regiones, con vistas a una pronta incursión. De hecho, la víspera, el  rey en persona había roto su silencio al respecto, pronunciando las palabras que todo guerrero ansía escuchar para justificar su sueldo, así como su espada y su armadura siempre dispuestas.

—Formaremos un ejército que plantará cara a los bárbaros cuando llegue el verano.
—¡Viva el rey!—gritaron algunos.
—¡Por el honor de nuestro pueblo y de las ciudades libres!—bramaron orgullosos los demás.
—Wrigley, a vos os compete dar aviso a los grandes señores, sobre la urgencia de reclutar hombres vigorosos y bien entrenados para la futura batalla que se avecina. Batalla que quizá pueda ser definitiva contra nuestro eterno enemigo norteño.
—Sea pues, mi señor. Se hará como decís, alteza.

No hay peor guerra para un hombre de armas que aquella en la que no ha participado o que le queda lejana. Por ello no es de extrañar que todos los caballeros allí presentes acogieran la noticia con júbilo. Todo caballero o soldado está entrenado para la guerra, para matar y dar caza al traidor, para soportar el dolor de la herida mortal o incluso la muerte; pero no para arrastrar su cuerpo belicoso en la paz.

La mayoría de aquellos hombres estaba harto de vivir en la corte, y de hinchar sus barrigas con grandes comidas o con el refrescante contenido de las enormes jarras de cerveza. Ni las encantadoras damas con sus exuberantes curvas y el dulzor de sus voces podrían rivalizar con el poderoso atractivo de una lucha cuerpo a cuerpo, y el de la mezcla a sudor, miedo, valor y sangre que se siente en pleno combate. Kabdat en eso no se distinguía de ellos y deseaba entrar en contienda, como el que más.

La visita del ministro en los aposentos del capitán, la noche posterior a aquello, seguramente respondía al deseo del monarca de organizar a los hombres y reforzar los horarios de los entrenamientos y de las guardias. Pero no hubo opción de explicaciones.

El azar lo mismo puede ser enemigo que amigo, y en esa ocasión había impulsado a un hombre justo y valiente a hacer lo que menos puede agradar a un caballero que ha prestado juramento ante el rey: incumplir sus votos de lealtad.

Las palabras traición y cobarde sonaban en sus oídos continuamente. Kabdat, llegaba a pensar que en cualquier momento los que viajaban con él también las oirían.

Cuando Gürth descubrió a su superior escapando al amparo de la noche, demostró su amistad de inmediato. Sin conocer los pormenores de la historia se unió a la fugitiva pareja, de forma voluntaria.

—Necesitaréis una espada fuerte a vuestro lado y ése sin duda soy yo—, arguyó con aquel inconfundible vozarrón suyo que no dejaba lugar a réplicas.

Hacía ya varias jornadas que habían abandonado las tierras aledañas al castillo y el mismo período que la lluvia empapaba sus ropajes. Apenas habían descansado desde su salida y los caballos estaban realmente agotados. En el fondo todos ellos necesitaban descanso. El norte aún quedaba lejos, incluso aunque consiguieran mantener el ritmo reventando sus monturas, lo cual no era en absoluto razonable. Aquel día llevaban ya varias leguas de camino, cuando decidieron dar tregua a sus caballos y a ellos mismos, deteniéndose en la conocida posada. Kabdat dudaba por momentos sobre lo acertado de su proceder.

«Juré un día lealtad a mi rey y a su trono, y por otra promesa hecha a un desconocido he incurrido en traición.», se repetía una y otra vez. Ese sentimiento de culpabilidad le impedía conciliar el sueño. Había envejecido durante el viaje de forma prematura.

Eran días de feria y aunque hubieron de pagar un alto precio por la única habitación disponible, por primera vez en varios días tuvieron la oportunidad de descansar verdaderamente y de disfrutar de platos calientes a la mesa. Hasta Horb parecía haberse olvidado de las penurias en los días pasados y cantaba animoso a los parroquianos. No obstante, sabían que aquella parada era pasajera. Un breve alto en la ruta para seguir en un par de días rumbo hacia el norte, hasta la mismísima frontera con los bárbaros. Una vez allí sólo los dioses sabrían cuál sería su siguiente paso.
 
(***)
 
El viejo y desagradable Wrigley irrumpió de improviso en las habitaciones del rey. Éste yacía con una de las feas hijas de la cocinera, pero más hábil en la cama que otras más hermosas. Una pobre niña, cuyo único encanto radicaba en contar con una piel tersa y un pecho generoso, y que confiaba en ser permanentemente la favorita de un monarca que nunca había conocido la palabra amor, y que acostumbraba a regalar con ella los oídos de toda mujer que vistiera una falda. Un rey incapaz de engendrar hijos naturales o bastardos. Pues por todos era sabido que el pequeño heredero no era vástago de su semilla, sino fruto del romance entre su reina, Lierehin, y uno de los guardias de la casa del padre de ésta en Noroth.

—Mi señor. Siento importunaros de este modo—se disculpó el taimado hombrecillo.
—Más os vale que las buenas que me traéis sean de veras importantes— se zafó realmente enojado, del abrazo de la chica—. De lo contrario acabaréis esta misma noche con vuestros huesos en una celda. ¡Hablad os he dicho, estúpido!—se giró hacia su compañía femenina y la instó a que abandonase la habitación por la puerta secreta—. ¡Dejadnos, moza!—le dio una palmadita en el trasero—. Si os necesito os haré llamar nuevamente—, las babas escurrían impasibles por su papada—. Espero encontraros tan dispuesta como ahora—, a modo de despedida le dio una pequeña dentellada en el prominente y pálido busto, apenas cubierto con un apretado jubón, mientras ella recogía entre risillas tontas sus ropas.

Wrigley permanecía arrodillado frente a su rey. Encogido de terror por la reciente amenaza hacia su persona —puede que el monarca no conservase su aire grave en ropa de cama, pero su violencia era de sobra conocida—. Acto seguido, y a petición de éste, el consejero encendió un par de velas, mientras daba rienda suelta a todo tipo de explicaciones, ora verídicas ora falsas, sobre la repentina marcha del capitán con uno de los soldados más bravos de la guardia real.

El rey se sintió ultrajado. La pez de un frasquito que solía guardar en uno de los cajones de la suntuosa alcoba, solía templar sus nervios.

—Deposité mi confianza en un maldito bastardo por el que nadie apostaba ni una pequeña moneda de bronce— respiró el contenido con todas sus fuerzas a sabiendas del efecto que aquel gesto tendría sobre su salud en unos instantes—, y en lugar de mostrar su valor—continuó airado—, me ha pagado con la retirada antes de entrar en liza, y encima como un vulgar ladrón. ¡Nunca mereció el honor de ser caballero! —escupió furioso—. Llamad al Tesorero real, quiero que me refiera sobre los particulares de todo lo que esos dos malnacidos han osado robarme. ¡Quiero sus cabezas!
 
(***)
 
Reanudaron la marcha dos días más tarde, tal y como tenían previsto. No debían confiarse. A pesar de que no habían visto aún hombres uniformados con el emblema del rey, eso no significaba que no les estuviesen siguiendo. Cualquiera de los individuos que se cruzaban en el camino era susceptible de actuar como espía del monarca o de su ministro. Seguramente ya habrían puesto precio a sus desertoras cabezas, y pronto los bandos anunciando la recompensa por quien los entregase vivos o muertos, llegarían a las plazas de todos los pueblos. No podían parar. De hecho, quizá habían pecado de imprudencia deteniéndose por tanto tiempo en la alegre posada. Ralph y Xeril eran viejos amigos de los tres viajeros, pero no convenía que hablasen más de la cuenta. Si alguno de los secuaces de Wrigley daba con su paradero estaban perdidos. Para los traidores no había redención posible; así era la justicia de uno de los reyes más odiados de todas las eras.

Siguieron el curso del río Principal por la orilla oeste, siempre avanzando hacia el norte y alejándose lo más posible de los caminos más transitados. A menudo, para poder seguir el recorrido del río hubieron de desviarse hacia el este o noreste.

Para pasar desapercibidos, intercambiaron sus ropas con las de un usurero, su hijo y el ayudante de aquel: los tres viajaban hacia la ciudad de Arbagathon de la cual eran vecinos, según explicaron a los huidos.

Se adentraban en las aldeas por la noche y ya al alba retomaban el camino. Cuanto más se separaban de los senderos más frecuentados, más difícil resultaba encontrarse con mercaderes, leñadores o solitarios caballeros; y, en cambio, más habitual resultaba cruzarse con pequeños grupos de hombres que se dirigían hacia la corte del rey Thenac convocados para hacer frente al ya inevitable ataque de los bárbaros. El verano estaba cerca.

Por su parte, el huevo negro que Kabdat llevaba siempre entre sus ropas o sus alforjas, cada vez desprendía más calor, como si en cualquier momento se fuera a romper el cascarón y revelar su contenido. Horb había llegado a inventar una cancioncilla sobre el poderoso dragón Valak. Pero su capitán no aprobaba que la entonase en voz alta, así que había de conformarse con tararearla en susurros. Tampoco Gürth parecía de mejor humor.

El hombretón se revolvía inquieto en la silla y aferraba la empuñadura de su espada con gesto hosco. Mas si se comportaba así, no era a causa del miedo, sino por la necesidad de desmontar de la incómoda silla y dar rienda suelta a su energía. De vez en cuando se detenía o hacía pequeñas incursiones en los pinares cercanos, buscando señales o simplemente con afán de encontrar algo de caza con que llenar sus hambrientos buches. Casi siempre había suerte y con una sola flecha lograba apresar alguna liebre o un pequeño venado. Fuere como fuere se obligaba a estar alerta. Su instinto de cazador le decía que quizá no estuvieran solos. Por momentos creía adivinar en la distancia una figura solitaria montada a caballo. Los cuervos que había avistado hacía varias horas, quizá sólo fueran eso, pero también cabía la posibilidad de que se tratasen de las aves entrenadas por Wrigley.

Por su parte, el bueno de Kabdat, estaba tan atormentado por la traición y por la responsabilidad que pesaba sobre sus hombros: tanto por la cría de dragón que le habían asignado alimentar como por haber arrastrado a sus dos amigos al frío hielo de la vida de prófugo, que no se percataba del insólito silencio de ser Gürth Baldhone, su fiel compañero en la batalla, originario de Roca del Oso, al este del territorio de Thenac, más allá de El Bosque Traidor y de La Sierra del Lobo Negro. Sus sueños también resultaban intranquilos. Durante los cortos períodos de descanso su mente porfiaba en dar vueltas a la tarde en que tuvo lugar el encuentro con el monje anciano, allí en el lejano valle junto al Risco del Diablo. Una noche durante uno de esos sueños creyó ver una marca en el antebrazo derecho del maltrecho hombre: una especie de tatuaje de alguna orden monástica secreta. Un dibujo negruzco fácilmente reconocible. Presintió que aquello era importante. Se desperezó rápidamente y espabiló a Horb que dio un pequeño alarido espantado por tan brusco despertar.
 
(continuará…)

Comentarios

  1. Sólo espero no verme sola en la propuesta de esta semana. Confío que algún Cuentacuentos se anime también a escribir algo.

    Espero igualmente no retrasarme mucho en próximas entregas de este relato.

    Besotes.

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  2. Os pido perdón. Confiada en que la primera parte la había escrito en febrero, puse mal el enlace a la primera parte del relato. Ahora ya está puesto correctamente.

    Besos.

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  3. Al mismo tiempo que el escenario se apodera de mi mente y tu relato me adentra en la épica epopeya, puedo apreciar la intrahistoria silenciosa de Kabdat, su marcha adelante sin mirar atrás y como le roe por dentro la velocidad de lo sucedido, la decisión tomada, de la que no se arrepiente pero está intranquilo.
    El resto de los personajes parecen ajustarse a sus papeles pero, esto no ha hecho mas que comenzar!

    Espero la continuación!

    Un abrazo enorme

    *Muchas gracias Sechat por tu consejo, voy recuperando ahora en mayo el tiempo detenido en abril

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  4. Anónimo8/5/12 17:30

    Deseoso de saber como avanza la aventura. Introduces en la escena muy bien al lector, es fácil imaginarse según vas leyendo.
    A ver que sorpresas nos tienes guardadas.

    Un saludo cuentacuentos.

    http://www.utopiadesueños.com.es

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