Desde El Cuentacuentos nos animan no con una frase, sino con una propuesta de vuelta de tuerca sobre Adolf Hitler.
Permanecen a oscuras durante casi
todo el día; encerrados a metros bajo tierra, se han convertido en auténticos
topos. Hay alguien más con ellos, pero por su parte ellos dos apenas se hablan
desde hace días. El único lenguaje que usan es a base de gruñidos o
monosílabos. Lo poco que se dicen lo hacen entre dientes, reprochándose el
fracaso. Cuando yacen juntos, sus cuerpos se precipitan con urgencia y
egoísmo el uno sobre el otro. Más que amor buscan desahogo. No hay ternura en
sus gestos. Ni un ápice de comprensión asoma a sus ojos. La negrura que les rodea
se ha apoderado también de sus mentes. De vez en cuando a ella se le escapa
algún lamento, pero enseguida se sobrepone (en el fondo siempre fue la más
fuerte de los dos, y él lo sabe). Hubo un tiempo en que la complicidad viajaba
en las miradas tiernas que intercambiaban entre sí, y tampoco entonces
conversaban mucho; pero era otra época, más dulce y halagüeña. Una época de luz
para los suyos. Todos son conscientes de ello, pero la evidencia pesa principalmente
sobre el ánimo del matrimonio.
Ella le
mira suspicaz, con demasiada frecuencia, puede que incluso con asco y hastío.
El 22
de abril fue el principio del fin. Se le nota envejecido desde la reunión de
ese día con Goebbels y Krebs. El doctor Haase y la enfermera Erna están muy
pendientes de su salud desde entonces y procuran visitarle tanto como pueden.
Al
margen de las palabras, los pensamientos vuelan con total libertad, por más que
no se manifiesten con voz. Él maldice la fecha del 28 de abril: uno de sus hombres
de confianza, puede que verdaderamente el único en quien todavía confiaba,
estaba negociando a sus espaldas por medio de la Cruz Roja Internacional. Por
eso no le quedó más remedio que ordenar el ajusticiamiento del perrillo faldero
del infame renegado, un hombre con quien había compartido los últimos meses de
encierro. Eso le hizo recuperar su aplomo, pero el temblor de su mano derecha
no le abandona. Tal vez aquella decisión propició el casarse tan súbitamente
con ella.
La
observa en silencio. Pobre chica ni siquiera sonrió durante la ceremonia. Fue todo
tan frío y forzado… De su jura de amor eterno solo fueron testigos Magda y
Joseph, o los Goebbels, como ella gustaba llamarles, y su siempre diligente
secretaria, Traudl Jungle. Eso le arranca una sonrisa que enseguida huye de su
cara. No tuvieron una auténtica noche de bodas. Por todo regalo se dispensaron
un modesto desayuno que en aquellas circunstancias, les supo a gloria, pero
también a despedida y a miedo. Lo que
Eva no desaprobó aquella madrugada, se lo censura desde entonces con cada
palabra que le niega. Y sin embargo, ambos comprenden que fue lo más acertado.
Adolf dictó a Traudl su última voluntad en la habitación contigua, cuando
debería estar disfrutando de la compañía de su recién estrenada esposa.
De ahí
que callen. Si hoy no se hablan no es porque no tengan nada que decirse, sino
más bien porque el poner en palabras lo que de verdad opinan el uno del otro,
puede romper definitivamente la relación y eso no sería bueno.
Las
bombas caen cada vez más cerca. Las sirenas marcan para ellos las horas allí
abajo, con la misma precisión que un reloj suizo. Por momentos, desearían
acabar ya por fin, con ese encierro. Aunque sea cubiertos con una mortaja. Los
dos coinciden en tal pensamiento, pero no se atreven a decirlo en voz alta. La
desconfianza impera en sus corazones. Huelen la traición el uno en el otro. Las
sombras por las que están rodeados bien pudieran ser esbirros de esa misma
traición. Tienen que estar alerta. Por eso siguen juntos. No lo hacen por
cordialidad, amor, amistad, lealtad ni pasión.
Él lo
sabe y piensa para sí: «Das macht nichts!», tratando de hacerse el fuerte.
Mientras
ella, siente que está dejándose marchitar junto a un hombre para el que
comienza su declive. Quedan lejos aquellos momentos en que le admiraba sin
reparos y confiaba en él plenamente. Ya no ve en su amante al hombre atractivo
que conoció. En medio de la ceguera en que se han visto forzados a vivir en las
últimas semanas, para ella se está abriendo un nuevo camino que la aleja más y
más de los sueños que compartió con él. Un camino de comprensión hacia las
víctimas que cayeron injustamente. Aún así, permanece a su lado. A menudo ni
ella misma conoce el porqué.
Él a
veces, se deja llevar por el optimismo y piensa que estar con él a pesar de
todo, es la forma que ella tiene de darle las gracias. Las palabras que no
salen de labios de la hermosa mujer que comparte suerte con él, las redacta su
cerebro en un intento desesperado por sobreponerse a la pérdida de protagonismo
de sus últimos años: «Danke für alles!», cree leer en el silencio de los labios
rojos de ella.
Las
lamparillas de gas que usan de vez en cuando o la radio, son los únicos objetos
que dan tregua a ese oscurantismo en que están sumidas sus vidas. Lástima que
no les brinden también esa claridad mental que les pueda llevar a la libertad o
a entregarse. Tanto da una alternativa como la otra, cuando la causa en la que
tanto creyeron ya está perdida.
EPÍLOGO
2 de diciembre de 1977
Hoy es tan buena fecha, como cualquier otra para hacer confesión,
pues hace mucho que renuncié a mi puesto de líder. Y no creo que nos reste
mucho tiempo a mí o a Eva, mi pequeña, bella y querida señorita Braun. ¿Qué fue
de nosotros? ¿También a ti te cuesta rememorar aquellos días siniestros? Mi
mano derecha tiembla a cada instante, en recuerdo del amor que tuve un día por
mi patria y por ti, pero ahora todo está demasiado lejos. Se desdibuja en mi
memoria con la patina de la desilusión. Mi corazón bombea muy despacio estos
días, avisándome quizá de la cercanía de mi muerte y hay quienes confían en mi
regreso. El mundo merece saber la verdad, por eso lo hago.
Al amanecer del 30 de abril de 1945, mi esposa y yo
morimos oficialmente. En realidad todo fue un ardid mío. Ni lo que tomé era
cianuro, ni la Walther PPK manchó de sangre mi rostro como se dijo. Todos los
que nos ayudaron lo creyeron firmemente. Así que el engaño fue total. Hay
drogas que si se combinan entre sí, ralentizan los latidos del corazón, hasta
casi hacerlos inaudibles. Eva tenía su dosis de antídoto y yo la mía. Mis
hombres no mintieron por tanto, salvo en lo de que quemaron nuestros cuerpos
con gasolina, eso no sucedió jamás.
Destinados a un exilio lejos de los nuestros, con nuevas
identidades y aspecto diferente, al principio huimos como polluelos asustados
acosados por los coches al intentar cruzar la carretera; luego el silencio fue
el más fuerte de los chantajes para exigir que nuestros labios permaneciesen
mudos a lo largo de los años. A veces me parece que los años han transcurrido
en un solo instante y en otras ocasiones es como si el tiempo se frenase
dolorido por la vejez de sus propias articulaciones.
Los polos opuestos que un día se atrajeron, se repelen
hoy con la misma intensidad de entonces. Yo persigo la idea de un “Cuarto Reich”,
aunque sea a expensas mías; en cambio, ella desea regresar a visitar las tumbas
de sus padres, mientras llora por un
vientre yermo ya por la edad, del que nunca ha nacido un pequeño con que
alegrar el vacío de nuestros días. Cree que no lo sé, pero nadie como yo la
conoce mejor, y nadie como yo ha llorado tanto por su penar. A mi manera
todavía la quiero y creo que ella en el fondo también, aunque su orgullo impida
reconocerlo.
Ojalá nuestros labios se desprendan del cerrojo que
aprisiona tantas verdades en la puerta de nuestras bocas, y nos sinceremos por
fin. Quizá con un simple: «Auf wiedersehen!» o un «Bis dann!» rotundo bastaría
para hacernos libres de verdad. Libres de la impostura en que vivimos,
fingiendo ser auténticos compañeros, cuando en realidad somos perros de presa
que buscan el momento propicio para atacarse.
Adolf Hitler.
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www.cuentosrecienhorneados.blogspot.com
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